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Foto del escritor: Adriana SomóforaAdriana Somófora

Nací mujer y mi madre lloró 


El 12 de octubre de 1990 a las 11:30 pm sonaron dos llantos, el mío tras la nalgada del doctor y el de mi mamá y no por el dolor del parto que la anestesia tardía no quitó. 


Mi madre lloró por no parir un hijo varón. 


Dice que no sabe si fue por la desorientación de la anestesia que le hizo efecto hasta después del parto, por traerme al mundo en una cesárea que dolió en carne viva o porque realmente le entristecía que naciera mujer. 


Las lágrimas de mi madre salieron con la presión que me faltó a mí para nacer en forma natural, pero las mías solo se escucharon, por eso de que los recién nacidos lloran sin lágrimas hasta que el cuerpo madura para llorar con lágrimas o hasta que este mundo duro se las saca. 


A mí las lágrimas de verdad me tardaron en caer 19 años, y fueron por la misma razón por  la que mi mamá lloró ese día, por haber nacido mujer. 


Fue entonces que entendí porque se llora al saber a las hijas mujeres.

Para cuando yo nací, ella ya conocía el lugar que las mujeres ocupaban en el mundo. 


A los 19 años se aprovecharon de mi cabello largo de mujer para sostenerlo y golpearme la cabeza contra la mesa, a esa edad, cuando comenzaba a ser mujer, me quisieron quitar lo mujer y lo persona. 


Tuvieron miedo de que viera el mundo con esa capacidad que sólo tenemos las mujeres de percibir más colores, de sentir más, de vivir más y me quisieron encerrar entre paredes oscuras, quitándome la vida como yo la sabía vivir, intentándome quitar todo lo que era, todo que me vivía. Cuidando con detalle que los golpes no estuvieran en lugares visibles, pero se les escapó un detalle y con ese detalle me les escapé yo también. 


El detalle, era  la misma causa del maltrato, ser mujer. 


Se les olvidó que el umbral del dolor de nosotras es alto y resiliente.


No contaron con que este cuerpo tiene la capacidad de dar vida, y yo me la di, me nací de nuevo.


No pensaron en que además de ser mujer soy mexicana, y aquí las mujeres nos hacemos fuertes porque no hay otra opción, porque aunque es un país hermoso retacado de colores, uno de los más estridentes es el rojo de nuestra sangre con el que durante vidas han manchando  nuestra paz. 


No contaron con que las mujeres sí tenemos el privilegio de llorar y de que nos llamen locas, histéricas e intensas. Y lo hice, lloré, lloré mucho, y mientras lo veían como una debilidad, yo lo veía como un desahogo y me convertí en una loca que usó su llanto como un riego a todo lo que me quisieron marchitar. 


Lloré mucho por ser mujer, por que de haber nacido hombre como quería mi madre, no me hubieran querido lastimar, pero también lloré gracias a que soy mujer, porque en este país a los machos no se les permite llorar. 


Lloré, lloré mucho, lloré todo y me hice fuerte. Recompensé la fuerza física que no tuve para defenderme con la fuerza interna que se gestó en mí por la rabia de ver cómo sentían que tenían derecho de apagar a una mujer.  


Y me hice valiente y amorosa, aprendí que sólo hay dos formas de transitar el dolor: construyendo o destruyendo. 


Y decidí construir. Construir con mi cámara, con las palabras que salen de mi boca y con los besos que da. Y estoy segura que toda esta reconstrucción no habría sido posible de no haber nacido con la magia y fuerza de ser mujer. 


Llora mamá, llora porque nací mujer, pero de orgullo, porque quiero volver mujer en todas las vidas que me toque volver.




 
 
 
Foto del escritor: Adriana SomóforaAdriana Somófora

Nos dimos un abrazo y quise que se terminara nunca. 


Desee que sus brazos se convirtieran en mi hogar 


No me pude quedar ahí porque él tenía que volar


Él casi pierde su vuelo y yo la cordura.


En la tierra yo también volé, con esta mente que hace historias fantásticas en el aire.

Historias que muchas veces se hacen realidad, pero esta vez sus brazos no se convirtieron en un lugar para vivir. 


Nunca hubo un beso ni una palabra de atracción, bastaron nuestros dedos recorriendo la mesa del café por accidente para que se me metieran sus libélulas en el estómago. 


Me asusté cuando la costurera lo abrazó y le dijo que lo quería, que me esperaría a mi que andaba buscando a quien querer. 


Que me había pasado a mí, si todavía no lo conocía. 


Qué me había pasado, si las ganas de buscar el amor ya se me habían terminado. 


No pasó nada, pero lo sentí todo, lo confirmé cuando se metió en mis sueños, ese lugar donde solo Dolores y Norberto habían entrado. 

Fue en dos noches en el rancho, el lugar donde las estrellas y mis raíces me ofrecen la verdadera conexión.  


En un sueño, él repartía pan en una camioneta rosa, en la que pasaba por mí y el beso que le di. El otro no lo hablaré, lo dejaré en un secreto entre las estrellas y yo. 


Fui a verlo, con la intención de saber si algún día lo podía besar de verdad. 

Tan abierta como la nebulosa de arriba de la casa de mi tía, dispuesta a sacar estrellas nuevas de esa conexión. 


Y aunque el pecho me dolió cuando me contó de su dolor entre mariposas y una libélula, no pasó. 


Pero me quedé abierta y en siete días al norte del país llegaron siete conexiones profundas que hoy le dan un norte a mi vida.


Al parecer necesitaba a ese que hasta las costureras quieren para que me enseñara a descoser el pedazo de mi alma que me habían cerrado, ese por el que se respira. 


En una lección rápida que sólo estuvo en mis sueños y deseos, en poco tiempo porque los buenos maestros son concisos.




 
 
 
Foto del escritor: Adriana SomóforaAdriana Somófora

Febrero 2025 

Desde la ciudad en la que estudiaste cómo curar el cuerpo. 



Doctor José de la Serna para muchos, mi tío Pepe para mí,

el hermano mayor de mi abuela: 


Te amo por tus ojos azules, manos grandes y corazón enorme, todo igual a tu hermana Lola, la “Alma mía de mi grandota” de Gustavo y el gran amor de mi vida.  


También te quiero porque siendo la eminente leyenda de la medicina cruzaste la puerta del hospital para estar al pendiente de mí cuando tuve el accidente. 


Y te quiero profundamente porque aprendí a quererte a través de la mirada de mi abuela que te veía como un segundo padre. 


Te quiero porque volviste al hospital el día que le dio el derrame a tu hermana. 

Nos cruzamos en la puerta de restringidos accesos, a ti te dejaron entrar porque eres el doctor de La Serna, a mí porque mi madre le dijo al guardia que la paciente era como mi madre, el estricto guardia se conmovió con mi mirada acuosa y con tus ojos poderosos, pasamos juntos. 


Cuando yo conocí a Dolores, ella ya no lloraba. Un día me contó que las lágrimas se le acabaron cuando murió su Dolores, tu madre, desde ese día no volvió a ir a un sepelio ni a llorar. 


Cuando entramos juntos al hospital, yo corrí a la camilla donde estaba  mi abuela, y tú te quedaste recibiendo el informe. Después de unos minutos pasaste y ahí conocí las lágrimas de Dolores. Entre caminos de agua salada que recorrían su cara parcialmente congelada, sollozos y dificultades para hablar, Dolores decidió usar algunas de sus últimas palabras para al cruce de sus miradas azules decir “José mi hermano, es como mi padre” 


Por tus conocimientos sabías que Dolores estaba en el camino de su partida, pero más que por los conocimientos de los cuerpos y sus ciclos, por conocer a esa mujer con la creciste en un rinconcito de Clavillo. 

Y aunque mi deseo era que ella se quedara, tus palabras me dieron serenidad para acompañar a mi Dolores en los días en los que se despedía de ese cuerpo de ojotes azules. 


Ya no ejercías tu profesión, pero fuiste todos los días al hospital a curarnos algo más profundo que el cuerpo, porque cuando la medicina ya no alcanza, llega la hora de curar con el amor. 


Dolores se fue a la casa y la seguiste visitando en la habitación que décadas atrás había sido tu consultorio, volviste a curar entre esas paredes, porque con cada visita nos curaste el corazón. 


A mí me lo curaste cuando al lado de mi gran amor le dijiste:

“Deberíamos vernos más seguido, todos los días, todo la vida”  


Mi tío Pepe, mi pedazote de Dolores, de la Serna, gracias por ser  magia, esa con la que has curado tanto, desde que convertiste a tu Dolores en madre, hasta hoy más de 104 años después.



Adriana Somófora

Nieta y la “mi chaparrita” de tu hermana Lola


 
 
 
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