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  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 18 sept
  • 3 Min. de lectura

Había logrado sacarlo de mi mente, las señales de su país, su nombre y los recuerdos de lo que vivimos y de lo que no, ya no me perseguían.


Así que lo llamé, con la seguridad de que esta vez no se quedaría vagando por mi mente después de cruzar la puerta. Con las ganas de que nuestras pieles buscaran eso que se había perdido pero sin ganas de encontrarlo. 


Nos vimos y no me salieron las palabras, pero sí los besos. Sin pláticas previas como en otras citas, llegué rápido encima de sus piernas, para tocar su labios con los míos, con la presión suficiente para no se me escapara un te quiero de la boca, ni de la mente. 


No quería dejar nada para el futuro, por eso quería sentirlo todo en ese presente. 

Me entregué como en una ofrenda a mi propio cuerpo, para que él me guiara en el camino de los sentires, porque la vez que dejé al corazón que lo hiciera las cosas no salieron. 


Pero con esta fórmula tampoco llegué lejos, aunque según yo me quité todas las capas para sentir, la ropa no cayó de mi cuerpo y lo único que cayeron fueron un par de lágrimas, justo en ese día en el que quería que mi piel se gastara todos los sentires  para no dejarle nada al alma. 


Acostados en la cama que me ha abrazado en los días de mi diagnosticada melancolía, me tapé con las sábanas, porque aunque tenía la ropa puesta, me sentí lo más desnuda que había estado frente a él, me tapé y me sequé ese par de lágrimas para no mostrar mi tristeza, porque la tristeza  y la rabia asustan a las personas. 


  •  ¿Te asustaste porque estaba sintiendo mucho? le pregunté  


  • Sí 


Ahí fue cuando la tristeza se aterrizó en ese lado de la cabeza que me pesa cuando la melancolía llega y las lágrimas salen. 


Y aunque quisó borrar sus palabras, yo supe que eran ciertas, porque esa misma tarde mi hermana se había alejado de mí por la misma razón: sentir mucho, sentir de más. Y porque es la misma razón por la que el ojos de laguna se fue y tal vez la misma razón por la que Norberto no entendía todo lo que me dolía la vida a su lado. 


Las lágrimas volvieron a caer sobre las mismas sábanas que habían caído tantas veces, y que ya se habían secado. Porque me di cuenta que se necesita demasiada suerte para encontrar a alguien que no se asuste con mi forma de sentir. El peso de la tristeza volvió porque recordé que la única persona que sabía quererme se fue hace once años y aunque la siento en suspiros, su cuerpo ya no está para abrazarme. 


  • Prométeme que intentarás no estar triste

  • Yo siempre estoy tratando de no estar triste 


En estos intentos de sacar la tristeza de mi cabeza, recordé a quién me da paz, a los caballos, y le conté que la yegua que monto ya había aprendido a quererme y que me había dado un abrazo. 


  • ¿Cómo son los abrazos de caballo? 

  • Te abrazan con el cuello, lo recargan sobre tus hombros


Ya con sus zapatos puestos, caminamos por el pasillo que lleva a la salida, y en medio del pasillo, en medio de irse o quedarse, paramos y me dio un abrazo de caballo. 


No lo acompañé a la puerta, porque subir las escaleras sola da más tristeza, tampoco lo pensé durante los siguientes días. Aunque por unos segundos en ese abrazo nuestros corazones se sincronizaron como pasa con los caballos y los humanos, que empatan su latido al mismo ritmo, esta vez ni su nombre ni su país se me aparecieron por ahí. 


Aunque se fue del todo, aunque ya no lo siento, a veces me gustaría hablarle para decirle que lo quiero ver y que quiero que me de un abrazo de caballo. 


Somófora


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  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 5 ago
  • 2 Min. de lectura

Mi abuelo era poesía, 

a veces una que dolía

pero siempre poesía.


Sus palabras y hechos nunca fueron a medias tintas,

bien plantado en el desierto que nació, bien al norte, bien armado, 

con su pistola y con sus palabras. 


Agarró todo lo que le tocó hacer en la vida con fuerza, como la fuerza con la que tomaba los toros que coleaba.  


Nadie decidía por él, ni cuando los doctores le dieron el diagnóstico de diabetes. 

Él siguió comiendo los panes azucarados y gigantes y los refrescos calientes del asiento de la camioneta y esto nunca le subió el azúcar, no porque no padeciera la enfermedad, sino porque él decidió que esto no le iba a cambiar sus planes de comer los huevitos blancos del buró. 


Mi abuelo era poesía, y cuando no la encontraba la sacaba de los dichos como “Qué bonito lo bonito, lástima que sea tan poquito” Decía unos cinco de estos al día. Para decirnos cosas bonitas, para querernos con poesía. 


Mi abuelo era poesía, y la buscaba en el volumen del radio de su camioneta, en la que siempre había música para acompañarlo en las brechas del desierto que se sabía de memoria, y que seguramente podía recorrer con los ojos cerrados, pero con los oídos bien abiertos para escuchar a los Aguilar y a los coyotes.  


Mi abuelo decidió ser poesía porque nació de un padre que llevaba de nombre Amado, se casó con una mujer llamada Dolores, y nombró a su primera hija Angélica. 


Angeles, Dolores y Amores. 

Mi abuelo siempre acompañado de poesía. 


Palabras bonitas decía, y palabras que cumplió. 

Porque con lo que más adornaba lo que pronunciaba era con su honor. 


“Don Jesús” Don Jesús con el don de la poesía. 


“David: Ya nos fuimos, quédese con Dios… Su agüelo Jesús”


Mi abuelo, era poesía y creo que me la dejó.


Recado que le dejó a mi primo en el rancho
Recado que le dejó a mi primo en el rancho

 
 
 
  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 27 jul
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 27 jul

Cuando la luna está llena los cuarzos se cargan de energía, los bebés deciden nacer y las mujeres se atreven a cortarse las pestañas, porque la vida nace bonito cuando la luna es grande. 


No sé que luna era la del julio de hace trece años, sólo sé que fue la de cuando nos conocimos, bueno, cuando nos vimos por primera vez, porque aún siento que somos extraños. 


Julio del 2014: el mes en el que me rompiste por primera vez el corazón. 

A ti te sangraban los dedos y no querías que los viera, ni a ellos ni a ti. 

Y a mí me sangraba la paz. 

Porque hasta ese julio, yo no sabía de hombres que desaparecían después de decirte que te amaban. 


Julio del 87: se llama la infidelidad que te hizo más daño que el cuchillo entre tus dedos, la que separó a tus padres y el nombre del que aprendiste de cómo amar a la mujer. Julio el nombre que te intentaron poner para borrar lo que te podría traer el nombre de tu verdadero padre. 


Julio de 1966: (creo) el mes en que nació mi padre, 13 de julio o junio, no recuerdo, porque hay muchas cosas de él que quise olvidar y entre esas se me fue su cumpleaños. 


Julio del 2022: cuando te llamé porque porque la soledad que dejó el ojos de laguna en el lado vacio de la cama me traicionó. 


Julio 2023: el mes en el que nos reencontramos hace un año y en el que dejé de padecer los fracasos de los abriles en los que nos dañamos tanto y empecé a amarte como nunca lo había hecho. Los últimos de julio en el que te prometí que no me volvería a desbocar lejos de ti. 


Ojalá me hubiese esperado unas horas más a que fuera agosto, o a las lunas de octubre cuando todo nace bonito. Pero supe demasiado tarde que en julio no sabes amar. 


Han pasado trece años en los que también quise que dejarás de ser Julio para ser tú, el del amor bonito que muchas veces sostuve en mi imaginación desde hace tantos julios, pero no pasó y ya no tengo tiempo para buscarlo.  


Aunque escribí lento por la fuerza que tu ausencia me quita, todavía es julio, pero no quiero culpables, ni rencores, solo quiero con todas mis fuerzas que deje de ser julio. 



Adriana Somófora 

Todavía 16 de julio del 2024.


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