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Foto del escritor: Adriana SomóforaAdriana Somófora

Actualizado: 31 oct 2024


Estoy encabronada por no estar en la marcha. 

Encabronada por no poder ira gritar esto que me está ahogando 

Encabronada por no poder estar hoy con mis amigas.


Esas que nunca me han dañado, esas que aman bonito con respeto y sororidad, y no solo por ser mujeres, por ser personas, sin importar los dolores por los que hayan pasado, ellas están ahí de pie para mí, para nosotras. No importa la hora, no importa cómo se sientan, ellas están ahí, aquí, están para ayudarme a salvarle la vida a mi madre, están para abrazarme el corazón que me han estrellado y pegarlo en un abrazo tan fuerte que vuelve a ser de una sola pieza, aunque no tengan fuerza por sus propias batallas y demonios la sacan en ese instante para levantarme, para levantarnos más alto que nunca. 


Tengan miedo de la fuerza que se hace cuando las mujeres unen sus manos, tengan miedo de lo alto que llegará nuestra voz, no será de un momento para otro, pero en cada momento estaremos cambiando las reglas, hasta que la única regla que de sangre sea la que da vida desde nosotras. 


A mi no me han matado ni guardado bajo tierra, pero me han matado las ilusiones y me han puesto detrás de una puerta, debajo de la sábana de la cama que me cuesta salir cuando intentan quebrarme el alma, cuando pierdo la esperanza de vivir en un entorno donde dejemos de hacernos daño por las reglas de los que buscaban todo menos la felicidad de mujeres y hombres, se inventaron alguna vez. 


Ya no queremos resistir, ya no queremos ser fuertes, es tiempo de ser libres y felices. No queremos sobrevivir, queremos vivir y lo vamos a lograr. 


Gritando hoy en la calle, pero calladitas (como les gusta) el resto de los días, calladitas trabajando, concentradas en nuestra lucha consciente, calladitas escalando y liberándonos, y en ese silencio callaremos las bocas de los otros. 


Dejaremos de arrastrar culpas por ser mejores, por ser inteligentes, fuertes, hermosas, dejaremos de arrastrar la culpa por crecer y ya no caber en ese frasco delicado que nos quisieron meter. Somos demasiado grandes y poderosas para estar en esos frascos.  


Tampoco quiero cuidar el tamaño de mi falda cuando ellos no cuidan el tamaño de su boca, no quiero cuidar el tamaño de mis deseos cuando ellos no cuidan el volumen de su voz y de la heridas que causan, heridas que a los que siguen estas reglas también les duelen. 


Cuando las reglas caigan y sus corazones se sientan abrazados y puedan llorar como las locas lo hacemos, sabrán que tardaron mucho en aceptar que esas reglas nos dañaban a todos. Poniéndolos a ellos en la primera fila, recibiendo los primeros golpes con disfraces de privilegios que pesan más de lo que impulsan. Y cuando dejen caer el patriarcado, los hombres se darán cuenta del enorme y doloroso peso que traían sobre sus hombros. 


Las palabras me liberan, pero cuidaré mi encabronamiento para cuando esto se me pase quedar cabrona y aunque ya no sea el día de la marcha, sacar mi fuerza todos los días de mi vida para que no me vuelvan a guardar bajo la sábana. 


Adriana Somófora

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Foto del escritor: Adriana SomóforaAdriana Somófora

Actualizado: 31 oct 2024

No sé si donde estás existen los olores, por eso hoy te quiero hablar de tu perfume.


El charquito de eau de parfum sigue dentro de su suave frasco, guardado en su casi intacta caja original. Aunque es como las mujeres de La Serna: bonito y elegante, no quiero sacarlo, porque es de un cristal casi tan frágil como tu mano en los últimos días que la sostuve. Lo tengo guardado como su nombre en francés lo dice, como un tesoro. Está en tu petaquita azul, esa, la de los papeles importantes, las joyas y el dinero. A la que me mandabas a sacar el dinero para pagar el gas, a la que mis tías me mandaron corriendo de emergencia para buscar tus papeles funerarios el día que me saltó de ahí la carta que nos escribiste para cuando ya no estuvieras con nosotros. La maletita que ahora es cofre del perfume y otros tesoros, y que tengo al lado de mi cama para tenerte cerca, como en la casona de dos patios con tu recámara al lado de la mía.


Lo tengo ahí desde hace 9 años, pero me hubiera gustado no tenerlo nunca.

Ay, Dolores, ¿por qué te fuiste si todavía quedaba un poco de perfume?


Eras muy cuidadosa, pero la tapa de ese frasco la perdiste.

Creo que tú sabes dónde está; estoy casi segura de que te la llevaste al cielo en el cierre de tu bolsa, ese donde guardabas el paquetito de pañuelos y el paquetito de dulces para compartir con nosotros y desconocidos. Mi Dolores, siempre dando todo a los demás. Cercanos y lejanos, como Marijo, la amiguita de siete años que conociste en la iglesia y que conquistaste con un dulce cada domingo, y que después incluso te invitó a su primera comunión.


Yo te acompañaba esos domingos a esa misa, y ahora tú me acompañas.

En los días más importantes de mi vida, abro la petaquita para sentir que estás conmigo. Saco el perfume que usabas en el cuello y pongo unas gotitas en mi pecho y en mi mano, para sentir que tu aroma me abraza y me lleva de la mano a ese día especial.


Quisiera seguir guardando tu aroma y dejarlo ahí para que mi hija Dolores pueda sentir las notas de tu aroma y de tu voz. Pero no sé si esa Dolores a la que te prometí llamar así exista algún día. También quiero sentir que me acompañas en todos los días especiales. Así que si un día se me acaba el perfume, iré en contra de la ciencia que dice que los olores tienen una fuerte conexión con la memoria y las emociones, y que un perfume puede evocar recuerdos y estados de ánimo. Le diré que lo que no sabe es que yo no te olvidaré, a pesar de que se acabe tu perfume. Si ese charquito se seca, encerraré nuestros recuerdos en el cristal y lo seguiré abriendo para escuchar tu voz y tus consejos en las notas de su fragancia.


Ya son nueve años llorándote y sabes que no quiero dejar de hacerlo, porque siento que sería como olvidarte. Pero no te preocupes, mis lágrimas evolucionan como las notas del perfume al secarse en la piel. Cada vez que pienso en ti, entiendo mejor tu mensaje y doy un pasito más hacia la madurez que me enseñaste.

Así que te seguiré llorando para hacerte un perfume con mis lágrimas, pero no pienses que son de tristeza. Son del profundo amor que te guardo y que se desborda, saliendo de mi cuerpo en caminos salados.






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Foto del escritor: Adriana SomóforaAdriana Somófora

Hace un par de semanas cumplí ocho años viviendo, o mejor dicho sobreviviendo en esta ciudad, la gran ciudad. La que como bien me dijo la periodista Carol Solís que la ama pero le huye “su ciudad les quiere matar” entre risas un tanto nerviosas se asomaban frases como “Los temblores les quieren matar, la contaminación les quiere matar, la delincuencia les quiere matar, las alcantarillas les quieren matar” y unas cuantas más amenazas de muerte que mencionó.


Con mi 56 aniversario en la ciudad, porque acá se vive tanto que la cuenta se saca en años perro, me llegó la nostalgia de recordar el camino que he recorrido desde que anhelaba vivir con esta monstrua, por que no se vive en ella, tiene tanta vida, que se sobrevive con ella.

Cuando le revelé a mi familia el destino de mi mudanza mi mamá pegó el grito en el cielo rojo de mi tranquila Aguascalientes, pues le daba mucho miedo que yo estuviera en esa ciudad en la que todo lo malo pasaba, esa que solo veíamos a las dos de la tarde por la pantalla que contaba los peligros que la tenían acorralada.


A mi también me daba miedo, pero no podía mostrarlo ni a mi misma, porque Dolores ya me había guiado en sueños a la puerta de la casa, y después de pasar el zaguán, supe que ella me decía que emprendiera mi vuelo con todo y miedo.


Así que hice mi maleta, con poca ropa y muchos miedos, algunos internos como el de fracasar y tener que volver y también los miedos externos, los de la calle, los que la pantalla chica y la postverdad que caminó casi 500 km hasta la puerta del zaguán me habían implantado.


Ahora yo era uno de los personajes de la historia que nos contaban a los que vivimos lejos de la capital , viviendo en medio de la amenaza.

El miedo se convirtió en la conciencia de mi andar, cuidándome en todo momento del peligro que traía encajado y que no me dejaba sacar mi cámara para capturar las interminables historias que esta ciudad quiere contar.


Aquí hay varias realidades, algunas oscuras y otras (muchas) virtuosas, estas últimas menos expuestas, como la de que es un pueblo milenario lleno de cultura con raíces tan fuertes que se plantaron en medio del agua y que sostienen un pueblo que no se cae por más que lo sacudan.


Un pueblo en el que está sembrado el barrio más temido del país: Tepito, Tepito el bravo.


El Tepito de los tepiteños y el de todos los que bajemos en la línea verde, porque te da la bienvenida aunque no seas de ahí. El de los precios bara bara, el que está trenzado con fuerza por manos de mujeres trabajadoras, inteligentes y fuertes que son siete veces siete cabronas.


El hermoso barrio de Tepito. Unido, colorido, seguro, valiente, creativo, ordenado, sororo, compartido, incluyente, creyente, fiel, Tepito el BARRIO. Tepito el que se abre y se deja retratar el alma.


Tepito el que me invitó a sus calles y su cultura, y no, no me asaltaron, regresé llena de todo lo que me regaló y con todas las ganas de regresar a él.


Ganas de romatizarlo no me faltan con lo que he vivido ahí, pero una de sus realidades es la de la muerte y no santa que pasea por sus calles.


Mientras comía los mejores tacos de cochinita que tres generaciones han cocinado durante décadas, el canillita de la cuadra gritaba el encabezado nacional de esa mañana ¡Matan a balazos a los dueños de las licuachelas!


Todo el país sabía de la noticia , pero lo que ese día no supo la gente es que en las calles de Tepito a pesar de la violencia la vida sigue, porque si el barrio no sigue, no come. Y mientras todos afuera hablaban de la muerte en Tepito, ahí dentro la vida seguía andando a pie, en moto, en bici y a rodillas en mandas.


La vida acompañada de la Santa Muerte.


Caí en un primero de mes, día en que Doña Queta una de las siete cabronas espera a los fieles para rezar el rosario en su altar a la flaquita.


La calle se desborda en creyentes que llevan a su compañera, muy guapa la ponen para la visita, con vestidos brillantes, collares, peinados especiales, cada quien la arregla con su estilo y su cariño.


Le rezan, le llevan ofrendas, le echan porras “¡Se ve, se siente, la Santa está presente! ¡Uh uh uh!”. La llevan para celebrarla y pagarle la compañía que les da en sus casa y en su piel, la llevan para agradecer que les cuida las espaldas.


La Santa es una muerte que le da sentido a muchas vidas. Como la de Yu a quien su madre la desechó a la vida y la flaquita la adoptó el día que ella quería interrumpir su embarazo, apareciéndose en el hospital le vino a contar que la vida puede ser bonita, justo cuando Yu sentía que en la vida no había nada, ni tristeza. Ahora ella pone guapa a su Santa con cabello que corta a niñas pequeñas que llegan a su estética.


O como Soledad, la Santa Muerte de Carlos que le llegó en sueños para no caer en el vicio, él ya no le hace a nada, lo controla gracias a ella y ahora que cumpla un año sin tomar ni drogarse se echará dos tequilitas con ella, solo dos y solo con ella.


La calle de alfarería cuenta su dolor y como sale de él para disfrutar cada instante de la vida.


Percibí que los fieles tienen una convivencia muy sana con la muerte, que es lo único certero que tenemos todos, pero que casi siempre olvidamos y por eso dejamos de vivir.


Gracias Tepito porque con todo y tu fama de mortandad me hiciste sentir más viva que nunca entre calaveras, me llevo tus consejos de disfrutar la vida todo lo que se pueda. Nos vemos pronto para que me des más de tu valioso barrio.


Adriana Somófora


Para ver más fotografías ve a ig @somofora


Gracias Estefani Montserrat Reyes por guiarme y compartirme tu seguridad y tu amor al barrio.




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