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  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 10 may
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 22 jun

Muchas veces, desde siempre me pasa que la gente cercana al decirme algo de mi abuelita empiezan la frase con un "tu mamá..." a veces la rectifican y dicen ¡ah no, tu abuela! Otras continúan con lo que estaban contándome.


Me parece curioso la cantidad de veces y de personas que han cometido esta confusión, porque saben perfectamente que Dolores es mi abuela. Pero es como si algo desde lo más profundo y natural de su mente les dictará esas palabras.


Se siente como una confusión bonita, pero no deja de ser extraña, porque aunque Dolores es mi persona más amada jamás la llamé con sobrenombres cariñosos que se acercaran a la palabra mamá.


Hablando con mi hermana, con la que tenía una década de platicas pendientes, coincidimos en que nos pasa mucho esto, a mi abuelo lo nombran como su papá, cosa que también me ha pasado algunas veces, la última fue ayer, cuando una de sus hijas me contaba "tu papá (corrige rápidamente) tu abuelito compró esa yegua de carreras..."


Quizá tiene poco de equivocación que los nombren como nuestros padres.


Pues en mi caso, el amor que me dio Dolores es de esos que solo salen de las madres, incluso más grande y especial, porque a los hijos mexicanos se les tiene la condición social de amar incondicionalmente, pero eso de amar a los nietos, ya no es una obligación, mucho menos la de maternarlos, si las abuelas deciden hacerlo, es por el único motivo de un amor puro que la experiencia de sus canas les ha enseñado a compartir y demostrar.


No sé si Dolores y Jesús planearon conscientemente llenarnos los huecos maternales y paternales con los que creceríamos, o si fue inercia del amor que nos dieron al hacernos sentir su casa y rancho como nuestro hogar, no sé si Dolores me alimentó sanamente el cuerpo y el alma con sus cremas de verduras porque sabía que me hacia falta o simplemente porque quiso hacerlo por amor.


No sé si Dolores quería ser mi mamá para llenar los vacíos de sus cuatro hijos perdidos en el jardín de San Sebastián.


Pero hoy me doy cuenta de que su amor se sintió como el de una madre.


Los que conocen completas mis historias se sorprenden por mi carácter.


Pero para mí no es sorpresa porque tuve a Dolores, a la que el amor le alcanzó para curarme todo.


A esa Dolores de la que tal vez no se equivoquen al nombrarmela "tu mamá"


le escrito muchas cartas y dedicado muchos textos y aunque las palabras para describir su amor pueden ser infinitas como el valor de lo que me dio, hoy día de las madres sólo quiero escribirle una.



Dolores:


Mamá


Tu chaparrita.


Dolores
Dolores


 
 
 
  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 30 abr
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 1 may

De niña, muy niñita yo quería mi cabello largo, pero mi mamá no me dejaba tenerlo así.


Recuerdo que mis primeros enojos profundos fueron los de cada tantos meses al ir a la peluquería. 


Mi hermana llevaba una corona rizos dorados que hacían juego con sus ojos azules, yo solo un brote de pelos rebeldes que no hacían ningún contraste con el café de mirada.


Los míos eran unos cabellos que no valía la pena cuidar y era mejor cortarlos, los de ella tampoco los cortaban porque eran mucho menos rebeldes que yo que mis cabellos, sus rizos se ordenaban, mientras a mí la vida me despeinaba.


A ella sólo le cortaron el cabello cuando se pegó un chicle en la cabeza y no hubo más remedio que raparla, parecía feliz, como monje tibetano que se afeita el ego, ella sonreía jugando a que era un marcianito. Después de eso los rizos ni el dorado volvieron a nacer.


No me daba cuenta de porque me importaba tanto mi melena. 

Y es que aunque el cabello no tenga vida, a mí me dolía cuando lo cortaban.

Ahora entiendo que era lo que me dolía. Sentía que con cada corte se me iban unos centímetros de mi personalidad, de mi libertad. Del poder de decidir sobre mi cuerpo, sobre mi vida, de  mi yocita de ese entonces y en la que me quería convertir. 


Ensayaron con los cortes de mi cabello que controlaron sólo por unos años, después intentaron seguir con el rumbo de mi vida, pero ahí tampoco me dejé, mi voluntad y resistencia fueron tan fuertes como un mechón de cabellos bien organizado que puede soportar grandes cantidades de peso a pesar de su ligereza y fragilidad. 


Y así lo hice, soporte con mucha fuerza cosas que no tenía que soportar, y después de eso mi cabello tuvo la recompensa de la libertad al volar con el viento de los caminos que mi valentía ha recorrido. 


Aunque era fuerte, llegó el día en el que al  igual que a un cabello seco que troza con facilidad me rompieron. 


Pero como me enseñó mi cabellera en su ciclo capilar, renací y esta vez lo volvía a hacer para soportarme a mí. Deje de cargar a los demás y me cargué, lo hice con tal destreza que aprendía a volar como cabellos felices y alborotados en el paisaje de alguna ventanilla rodando por la carretera. 


Mi tía platica que cuando fue a verme al cunero, era de pelo rizado, pero al día siguiente cuando mi mamá pudo conocerme ya no estaban esos rizos. 

Cuando crucé en la camillita la puerta de la habitación de mi mamá me había convertido en  lacia,  era como si mi cabello hubiera decidido cambiar de último momento para agradarle a la que lo había tejido y para no quitarle el lugar a la que ya tenía rizos.  


Cuando me mudé  lejos de donde nací,  lo ondulado volvió, pensé que que era por el agua de la ciudad monstruo que no tiene tantos minerales y lo hace menos pesado.

Me equivocaba,  lo pesado era lo que cargaba en la conciencia, y con la libertad de ser yo sin cruzar ya la puerta del cuarto de mi mamá, mi cabello se sintió ligero y se empezó a retorcer y enroscar de gozo.


Querida  yocita, sigue peleando por tener el cabello largo, que pronto lo conseguirás y jamás te lo volverán a cortar. 


Querida yocita, esa queja por peinarte no es porque que no te quisieran , sí te querían, pero te querían de corte y vida corta y  tú habías nacido para cabellos y caminos largos. 


Te cuento que con los años creció el cabello, las ojeras y las ganas de vivir. 

Yocita, ya eres grande, hoy tienes 34 y tu primera protesta ya te llega a la cintura. 


Y entre más creces , menos quiero cortarte e el cabello.


Los indígenas americanos creen que el cabello es la conexión con la tierra, el espíritu y los ancestros. y yo que cada día extraño más a Dolores, quiero creer esa teoría. 


Quiero que nuestro cabello sea tan largo que alcance a llegar al cielo para que Dolores lo peine con el jugo de las naranjas de la despensa que exprimía para pegar los gallitos rebeldes.  


Y quiero que crezca tanto que se arrastre por la tierra del rancho que me vio renacer, para que se mezcle con la cantera que nos dan la magia de vivir muchos años a los Delgadillo. 


Yocita, ahora tu cabello es chiquito, pero te juro que va a crecer, yo lo he dejado muy largo para con puntadas que me enseñó Dolores tejerte una cobija, una cobija de quererte y de cumplir tus sueños. 


Una cobija que ya tiene cuatro hilos plateados que te susurran consejos, para que nunca más dejes que te vuelvan a cortar el pelo ni tus sueños. 



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  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 9 mar
  • 3 Min. de lectura

Nací mujer y mi madre lloró 


El 12 de octubre de 1990 a las 11:30 pm sonaron dos llantos, el mío tras la nalgada del doctor y el de mi mamá y no por el dolor del parto que la anestesia tardía no quitó. 


Mi madre lloró por no parir un hijo varón. 


Dice que no sabe si fue por la desorientación de la anestesia que le hizo efecto hasta después del parto, por traerme al mundo en una cesárea que dolió en carne viva o porque realmente le entristecía que naciera mujer. 


Las lágrimas de mi madre salieron con la presión que me faltó a mí para nacer en forma natural, pero las mías solo se escucharon, por eso de que los recién nacidos lloran sin lágrimas hasta que el cuerpo madura para llorar con lágrimas o hasta que este mundo duro se las saca. 


A mí las lágrimas de verdad me tardaron en caer 19 años, y fueron por la misma razón por  la que mi mamá lloró ese día, por haber nacido mujer. 


Fue entonces que entendí porque se llora al saber a las hijas mujeres.

Para cuando yo nací, ella ya conocía el lugar que las mujeres ocupaban en el mundo. 


A los 19 años se aprovecharon de mi cabello largo de mujer para sostenerlo y golpearme la cabeza contra la mesa, a esa edad, cuando comenzaba a ser mujer, me quisieron quitar lo mujer y lo persona. 


Tuvieron miedo de que viera el mundo con esa capacidad que sólo tenemos las mujeres de percibir más colores, de sentir más, de vivir más y me quisieron encerrar entre paredes oscuras, quitándome la vida como yo la sabía vivir, intentándome quitar todo lo que era, todo que me vivía. Cuidando con detalle que los golpes no estuvieran en lugares visibles, pero se les escapó un detalle y con ese detalle me les escapé yo también. 


El detalle, era  la misma causa del maltrato, ser mujer. 


Se les olvidó que el umbral del dolor de nosotras es alto y resiliente.


No contaron con que este cuerpo tiene la capacidad de dar vida, y yo me la di, me nací de nuevo.


No pensaron en que además de ser mujer soy mexicana, y aquí las mujeres nos hacemos fuertes porque no hay otra opción, porque aunque es un país hermoso retacado de colores, uno de los más estridentes es el rojo de nuestra sangre con el que durante vidas han manchando  nuestra paz. 


No contaron con que las mujeres sí tenemos el privilegio de llorar y de que nos llamen locas, histéricas e intensas. Y lo hice, lloré, lloré mucho, y mientras lo veían como una debilidad, yo lo veía como un desahogo y me convertí en una loca que usó su llanto como un riego a todo lo que me quisieron marchitar. 


Lloré mucho por ser mujer, por que de haber nacido hombre como quería mi madre, no me hubieran querido lastimar, pero también lloré gracias a que soy mujer, porque en este país a los machos no se les permite llorar. 


Lloré, lloré mucho, lloré todo y me hice fuerte. Recompensé la fuerza física que no tuve para defenderme con la fuerza interna que se gestó en mí por la rabia de ver cómo sentían que tenían derecho de apagar a una mujer.  


Y me hice valiente y amorosa, aprendí que sólo hay dos formas de transitar el dolor: construyendo o destruyendo. 


Y decidí construir. Construir con mi cámara, con las palabras que salen de mi boca y con los besos que da. Y estoy segura que toda esta reconstrucción no habría sido posible de no haber nacido con la magia y fuerza de ser mujer. 


Llora mamá, llora porque nací mujer, pero de orgullo, porque quiero volver mujer en todas las vidas que me toque volver.



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