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  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 6 jul
  • 4 Min. de lectura

Era la primera vez que nos veíamos 


-Tienes Aura de caballo 

-¿Por qué lo dices?

-Con algunas personas me da esa impresión, de animal-aura, a ti ve vi  y te sentí como un a un caballo

-¿Cómo?

-Te vi libre, natural, intrépida y ágil. Un poco salvaje. 


Después de eso le enseñé mi tatuaje de caballo que llevaba cubierto con la gabardina y él no conocía. No conocía mi piel, pero parecía conocerme a mí. 


-Pero no te conozco, es la primera vez que te veo, sólo esa vibra me llegó.


Fue la última vez que nos vimos. 


Joaquín no quiso tener más citas, aunque coincidíamos en la misma ciudad, aunque nos empatamos las sonrisas al saber que los dos hacíamos trabajos de antropología, aunque dijo que era guapa. No me buscó más. 


Dos días antes de tener mi cita con Joaquín, hablaba por segunda vez en terapia sobre mi caída del caballo. Angélica, mi terapeuta, me dictó un ejercicio: 


-Descríbeme a la yegua de la que te caíste 

-Fuerte, valiente, rebelde, arisca, caprichosa, sensible, suavecita 

-Ahora dilo en primera persona 

-Yo soy fuerte, yo soy valiente, yo soy rebelde, arisca, caprichosa, sensible, yo soy suavecita.


Esa misma semana, a un mes de la caída regresé a montar.  También por esos días fui a un bar, donde la luz no tocaba nada más que un punto al final del pasillo, lo que iluminaba era un cuadro de caballo del color de Marbella. Después pude ver entre la tenue luz y la fuerte música que todas las paredes llevaban pinturas de caballos. 


Ese día las manos que tocaron mi piel y dijeron “que suavecita eres”. 


Siempre he amado a los caballos, pero esta semana me salían por todas partes.

¿Qué me querían decir los cuacos? 


Mi clase fue individual a pelo y con mucha calma, para que mi cuerpo se acomodára de nuevo al caballo. Mientras me daba equinoterapia la entrenadora me contó que habían vendido a la yegua que yo montaba, por bruta, por arisca. 


Sentí que mi orgullo se reparó, que no había quedado como la peor jinete, porque la yegua era bronca, y un animal así casi a cualquiera tira. La maestra cree que a  Marbella le tiraron manganas y nunca lo olvidó, por eso se asustaba, por eso me tiró. 


El consuelo se convirtió en remordimiento, porque no tuve tiempo para hacer las paces con la yegua y me cayó una tristeza porque ya no la quisieron, la respiración se me agitó y los ojos me crecieron, tenía mucha preocupación de no saber a dónde habían mandando a Marbella, sentía mucho pesar de que la hubieran desechado por rebelde, por arisca, por fuerte, por indomable, por salvaje. Sentí miedo por ella. Y por mí. Que me habían visto como caballo, que me habían visto salvaje.  


Y me acordé de todas las veces que me han tirado manganas. Sentí todas las veces que me han querido domar, unas con golpes al cuerpo y otras a la mente.

Y me dolieron las cicatrices que me han marcado la piel y el alma. 


Caí en cuenta de que nacer salvaje es la razón por la que me han rechazado donde me debían de querer. Pero esto no me trajo melancolía, me sentí fuerte como los animales que admiro y lejos de verlo como defecto, me halagó parecerme a ellos.


Yo como Marbella me he ido lejos muchas veces sin tener tiempo de perdones.

Me he ido porque no cabía, porque no me domaron. 


Me fui de la casa donde nací, me fui de la ciudad donde crecí, me fui de los brazos que amé. Siempre termino yéndome de donde que ya no quepo. Huyendo a galope largo porque como los caballos puedo sentir el miedo de las personas.


A mis padres les sentí el miedo 

A otros  les sentí el miedo

A Norberto le sentí el miedo

 

El miedo de que les salí salvaje. 


Yo no sabía que era salvaje, aunque todo lo mío lo grita, mi cabello alborotado, mis ojos grandes, los kilómetros que he recorrido y esta forma feral que tengo de sentir mucho. 


Al parecer es obvio para los ojos de los demás, pero yo no me había dado cuenta, es de esas cosas que se ocultan frente a los espejos, pero que viéndolas lejos parecen interesantes y hermosas. Como ver una manada de caballos salvajes retozando, libres en el campo, siendo tan libres que pareciera que volaran por segundos con su crin y patas paseándose en el aire. 


Así siento que soy yo, que las personas pueden llegar a admirarme por lo que creo o por como me veo, pero al igual que con los caballos, cuando son salvajes, hay temor, porque es más fácil tratar a un caballo domado. Más fácil montar, más fácil querer. 


Durante años estuve tan ocupada queriendo a Norberto, que me tardé en sentirle el miedo. Aún cuando me lo dijo: 


-Me da miedo casarme contigo, porque sé que vas a querer más de lo que hay aquí y te irás. 


Hubo fecha, pero no hubo anillo, no hubo boda y galopé de ahí sin mirar atrás, sin dar lados ni cejar.  


Ahora que me sé salvaje e indómita no lo cambiaría por nada, aunque eso signifique que sea difícil de querer.


Pero si alguien me quiere querer, le puedo prometer que una vez que compruebe que no me tirará manganas, me voy a querer quedar, y como los caballos empataré nuestros latidos en una coherencia cardíaca en la que los dos corazones caminen al mismo tiempo y hacia el mismo lugar.


Salí Salvaje
Salí Salvaje

 
 
 
  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 22 jun
  • 5 Min. de lectura

-¿Estás bien? … ¿Qué necesitas? 


-Un sacro y un caballo 


El dolor ya casi se iba para cuando recibí estas preguntas en el audio del que alguna vez las libélulas en el estómago me habían hecho querer.  


Dolor que me brotó hace unos días cuando soltaron una manada de yeguas broncas y Marbella (la yegua que monto)  se asustó.  


No era la primera vez que me tiraba, aunque monté antes de aprender a caminar y a relinchar antes de pronunciar palabras nunca me había caído, hasta que Marbella a medio galope sacó las ancas de lado y dio vueltas hasta que caí. Esa sí fue la primera vez. Sentí las pezuñas tan cerca que me rozaron el cuerpo y la cara pero alcancé a rodar para que no me lastimaran, después de eso en unos segundos hice un escaneo de mi cuerpo y cuando comprobé que nada estaba roto, me levanté, sin miedo y sin sacudirme y me subí de nuevo al galope. 


La segunda vez y por la que me preguntaba el de las libélulas que cómo estaba, fue un poco más enrevesada. Me había jurado que esa yegua no me volvería a tirar, pero cuando la manada bruta pasó, Marbella dio tantos reparos y parados de manos que fueron aflojando la albarda y mi voluntad hasta caer. Mis compañeras y yo tratamos de calmarla todas a la voz de “o” y yo con la rienda y la paz que le quise contagiar, pero nada de esto fue suficiente.


Sentí la caída eterna, tanto que si la recuerdo puedo volver a ella como si todavía estuviera sucediendo, en ese momento estaba sintiendo tanto por dentro que mis sentidos comunes se intentaron apagar, casi ensordecida creí escuchar a lo lejos y difuminado que Renata me gritaba algo como “salta”, no sé, no entendí muy bien y hasta hoy no entiendo muy bien qué es lo que intentaron decirme Renata y la caída. Caída que se pasó tan lento que mientras bajaba tuve tiempo de pensar que esa sería mi última vez en el lomo de Marbella. 


Esta vez no rodé, no porque no pude, tengo claro que no quise hacerlo, al caer me derroté,  no me importó cuidarme de las patas del caballo, eso me pasa a veces, lo de dejar de cuidarme después de una caída. 


Un dolor en el sacro y la voz del caballerango me despertaron de la pesadilla de la caída, aunque por fuera no quedé inconsciente, tengo muy claro que a mi alma le dolió tanto que por un momento se salió de mi cuerpo o quizá no se salió y  fui yo la que al caer tan brusco la abandoné arriba del caballo. 


-Pon la cara en el sombrero 


Me dijo Zacatecas, el caballerango que se llama como el estado de donde viene mi amor por los caballos. Nada es coincidencia. Él y todos los que estaban ahí y fueron llegando me cuidaron, y cuando vieron que me podía parar me dijeron “súbete al caballo”, tal como lo habría hecho mi abuelo. 


Porque el miedo en el animal y en la vida no sirven de nada.  En la vida charra se “agarran a los toros por los cuernos” y “no es jinete el que no se cae y se vuelve a montar”. 


Con las  pocas lágrimas  que me permití sacar sobre la cara y dolor en los huesos y en el alma que ya me había regresado al cuerpo, me subí a la yegua para dar unas cuantas vueltas a paso y lágrima lenta, sin sonido de galope ni de sollozos. 


Me dolía la cadera a cada paso que daba, pero me dolía más la tristeza de no volver a montar y el orgullo de romper la promesa que me había hecho de no volver a caer en el caballo y en la vida, así que me fui a paso a mi casa, para relajar la mente aunque doliera el cuerpo al avanzar.  


En el camino pude llorar un poco más y desahogar lo que estaba sintiendo, justo al tomar un camino diferente al de siempre, me llegó a la cabeza una persona, con la que tengo un acuerdo de sentir todo menos sentimientos, pero esta vez, yo quería contarle los míos, deseaba verlo sólo para contarle mi tristeza, no sé porqué pensé en él, pero lo pensé tanto que justo en ese momento me lo crucé de frente. 


- ¿Cómo estás? 

- Mal (no tenía fuerza para disimular, y era lo que había pedido en ese instante, tenerlo ahí para contarle lo que sentía) 


La prisa de la agenda y la de sentir poco y rápido nos regresó pronto a nuestras rutas. 


Me quedé en shock, ¿por qué me lo había encontrado justo en ese momento? pudiendo cruzarme a cualquiera de los 20 millones de personas que hay en esta ciudad, ¿por qué me había caído del caballo dos veces en tan pocos días, si nunca me había caído? ¿por qué me sentía tan triste si creía que lo tenía todo?  ¿por qué quería sentirlo todo si había acordado no sentir nada?.


Me di cuenta de que llevo mucho tiempo rescatándome de mis caídas, y aunque estoy orgullosa de llevar sola las riendas de mi vida, ese día me cansé, tal vez por eso terminé soltando las del caballo. Pude irme sola, incluso caminando, pero la verdad me hubiera gustado que me consolara alguien más que Zacatecas, alguien con quien pudiera irme a mi casa sin tener que caminar sola deseando que alguien me salvara la tristeza. 


Me di cuenta de que aunque puedo y he podido con esto y más, conmigo y con otros, me gustaría que alguien me compre un caballo. 


Pude entrenar en el equipo porque la entrenadora me vio talento, pero yo fui clara desde el principio, “tengo todas las ganas y poco caballo” fue entonces que me prestaron a Marbella, una yegua sobrada que necesitaba una jinete con fuerza para montarla y apaciguarla, y vieron esa fuerza en mí, fuerza que muchas veces yo soy la última en verme. 


Cuando me caí de Marbella, me dolió el sacro y me dolieron las heridas pasadas, la de ser valiente e independiente porque en realidad no tuve otro camino para galopar, la de ver a mi abuelo regalarle potrillos a mi hermana y a mis primos y que nunca llegará uno para mí, la de ver cómo amaban a otros mucho más que a mí. La herida de una de las tantas promesas no cumplidas de Norberto de regalarme un caballo, que a lo más que llegó  fue a dejarme ponerle nombre a su caballo, Vaquero, el que se asustaba con los sonidos de besitos, como Norberto que se asustaba cuando lo querían. Y la herida que me ha hecho tener esa fuerza que ven otros antes que yo, la de no tener otra opción más que volverme a subir al caballo.


Durante el accidente no me asusté porque me enseñaron a no hacerlo y porque la tristeza no le dejó espacio al miedo, me puse triste mientras caía porque iba tomando la decisión de no volver a montar a Marbella, en la larga caída me fui rindiendo a esa yegua y con eso a mi sueño de sangre de ser una charra Delgadillo. 


Después la calma que me dio de la lenta caminata a mi casa me dijo que yo me puedo comprar mi propio caballo y volver a montar, pero sentí otra caída cuando me di cuenta de que esta vez no quiero hacerlo. 


Esta vez tengo ganas de que alguien me ame tanto como para regalarme un caballo. 


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  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 10 may
  • 3 Min. de lectura

La magia existe, a mi familia nos la enseñó el mayor de los hermanos de mi abuela, José de la Serna Valdivia. 


El que con su magia me lee en esos momentos, lo sé porque al tomar la pluma, sin programarla comenzó a sonar desde la consola “Sabor a mí”... “Tanto tiempo disfrutamos de este amor nuestras almas se acercaron tanto así“ 


Frases que no pueden describir mejor el tanto tiempo y tanto amor que nos dio a los de la Serna. 


Este doctor fue el que marcó la vara y el apoyo para que todos los que seguíamos en la fila familiar fuéramos personas de bien, porque deja más educar con el ejemplo que con las palabras. 


Cipriano, su padre quería que se dedicará al rancho, pero su madre (la primera Dolores de la familia) insistió en que sus hijos estudiaran y junto con mi Dolores trabajaron los hilos para bordar las carreras de los hombres de la familia. José eligió la carrera de medicina y viajó a la capital y al extranjero para convertirse en el primer médico especialista de Aguascalientes.


Después de estudiar volvió a su tierra  para curar los riñones de sus pacientes  y algunos corazones de la familia cuando se nos rompían. 


No sólo nos enseñó la magia logrando posible lo imposible, también lo hizo  al hacernos olvidar que la vida es un momento. Siendo el hermano mayor, fue uno de los que se quedó más tiempo, estuvo presente y abrazable desde 1921 hasta hace un par de días. 


Durante estos 104 años nos dio muchos regalos, entre ellos unos hijos auténticos y amorosos a los que les corre la magia en la sangre y se les sale por los ojos para compartirla con nosotros.


Uno de sus regalos más importantes, es el de siempre tener las puertas abiertas de sus ranchos y casas para reunir a la familia. Todas esas tardes en San Pancho y Zaragoza me hacen recordar de dónde vengo y hacia dónde quiero ir. 


Él hacía la vida poesía, como la tarde que me regaló un campo de flores.

En su rancho de Calvillo en el otoño crecían millones de mirasoles, ese día cuando mi hermana y yo corríamos con las manos extendidas y arrasando puños de flores en nuestras manos, sus ojos luminosos que daban ternura y paz, nos miraron y con su sonrisa gigante pronunció: “Llévense todas, con que me dejen unas cuatro está bien”. 


Siempre presente cuando de aliviar a la familia se trataba, como médico pero sobre todo como hermano, padre, abuelo, tío. Como cuando tuve el accidente y la parte que me rompí de todo el cuerpo fue el riñón, ahora sé que no fue casualidad que ese órgano se fisurará, fue una pieza de mi vida que me enseñó como una persona puede ser tan admirada y respetable sin perder la sencillez. Porque para mí era simplemente mi tío Pepe, pero cuando los médicos que me atendían vieron pasar al Doctor de la Serna, mi caso se volvió el más importante del hospital para poder aprender de la eminencia que iba con toda su ternura a visitar a la niña que se cayó de la moto. 


Otras de sus tardes hechas poesía es la de cuando en los últimos días de mi Dolores le dijo a su lado: “Deberíamos vernos más seguido, siempre, todos los días, toda la vida”. 


Tío Pepe, estoy segura de que tu trascender sigue siendo poesía, porque si alguien se gana el cielo han sido los de la Serna Valdivia.


Te pido un regalo más, cuando llegues con tu hermana, dale un abrazo de mi parte y dile que así como tú le enseñaste la vida de la mano, ahora ella te enseñe el cielo. 


Descansa en paz tío, vuela tranquilo que con tus 104 años nos dejaste sabor a ti  para todos los días, para  toda la vida.



José de la Serna Valdivia
José de la Serna Valdivia

 
 
 
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