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  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 2 mar
  • 2 Min. de lectura

Nos dimos un abrazo y quise que se terminara nunca. 


Desee que sus brazos se convirtieran en mi hogar 


No me pude quedar ahí porque él tenía que volar


Él casi pierde su vuelo y yo la cordura.


En la tierra yo también volé, con esta mente que hace historias fantásticas en el aire.

Historias que muchas veces se hacen realidad, pero esta vez sus brazos no se convirtieron en un lugar para vivir. 


Nunca hubo un beso ni una palabra de atracción, bastaron nuestros dedos recorriendo la mesa del café por accidente para que se me metieran sus libélulas en el estómago. 


Me asusté cuando la costurera lo abrazó y le dijo que lo quería, que me esperaría a mi que andaba buscando a quien querer. 


Que me había pasado a mí, si todavía no lo conocía. 


Qué me había pasado, si las ganas de buscar el amor ya se me habían terminado. 


No pasó nada, pero lo sentí todo, lo confirmé cuando se metió en mis sueños, ese lugar donde solo Dolores y Norberto habían entrado. 

Fue en dos noches en el rancho, el lugar donde las estrellas y mis raíces me ofrecen la verdadera conexión.  


En un sueño, él repartía pan en una camioneta rosa, en la que pasaba por mí y el beso que le di. El otro no lo hablaré, lo dejaré en un secreto entre las estrellas y yo. 


Fui a verlo, con la intención de saber si algún día lo podía besar de verdad. 

Tan abierta como la nebulosa de arriba de la casa de mi tía, dispuesta a sacar estrellas nuevas de esa conexión. 


Y aunque el pecho me dolió cuando me contó de su dolor entre mariposas y una libélula, no pasó. 


Pero me quedé abierta y en siete días al norte del país llegaron siete conexiones profundas que hoy le dan un norte a mi vida.


Al parecer necesitaba a ese que hasta las costureras quieren para que me enseñara a descoser el pedazo de mi alma que me habían cerrado, ese por el que se respira. 


En una lección rápida que sólo estuvo en mis sueños y deseos, en poco tiempo porque los buenos maestros son concisos.



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  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 23 feb
  • 2 Min. de lectura

Febrero 2025 

Desde la ciudad en la que estudiaste cómo curar el cuerpo. 



Doctor José de la Serna para muchos, mi tío Pepe para mí,

el hermano mayor de mi abuela: 


Te amo por tus ojos azules, manos grandes y corazón enorme, todo igual a tu hermana Lola, la “Alma mía de mi grandota” de Gustavo y el gran amor de mi vida.  


También te quiero porque siendo la eminente leyenda de la medicina cruzaste la puerta del hospital para estar al pendiente de mí cuando tuve el accidente. 


Y te quiero profundamente porque aprendí a quererte a través de la mirada de mi abuela que te veía como un segundo padre. 


Te quiero porque volviste al hospital el día que le dio el derrame a tu hermana. 

Nos cruzamos en la puerta de restringidos accesos, a ti te dejaron entrar porque eres el doctor de La Serna, a mí porque mi madre le dijo al guardia que la paciente era como mi madre, el estricto guardia se conmovió con mi mirada acuosa y con tus ojos poderosos, pasamos juntos. 


Cuando yo conocí a Dolores, ella ya no lloraba. Un día me contó que las lágrimas se le acabaron cuando murió su Dolores, tu madre, desde ese día no volvió a ir a un sepelio ni a llorar. 


Cuando entramos juntos al hospital, yo corrí a la camilla donde estaba  mi abuela, y tú te quedaste recibiendo el informe. Después de unos minutos pasaste y ahí conocí las lágrimas de Dolores. Entre caminos de agua salada que recorrían su cara parcialmente congelada, sollozos y dificultades para hablar, Dolores decidió usar algunas de sus últimas palabras para al cruce de sus miradas azules decir “José mi hermano, es como mi padre” 


Por tus conocimientos sabías que Dolores estaba en el camino de su partida, pero más que por los conocimientos de los cuerpos y sus ciclos, por conocer a esa mujer con la creciste en un rinconcito de Clavillo. 

Y aunque mi deseo era que ella se quedara, tus palabras me dieron serenidad para acompañar a mi Dolores en los días en los que se despedía de ese cuerpo de ojotes azules. 


Ya no ejercías tu profesión, pero fuiste todos los días al hospital a curarnos algo más profundo que el cuerpo, porque cuando la medicina ya no alcanza, llega la hora de curar con el amor. 


Dolores se fue a la casa y la seguiste visitando en la habitación que décadas atrás había sido tu consultorio, volviste a curar entre esas paredes, porque con cada visita nos curaste el corazón. 


A mí me lo curaste cuando al lado de mi gran amor le dijiste:

“Deberíamos vernos más seguido, todos los días, todo la vida”  


Mi tío Pepe, mi pedazote de Dolores, de la Serna, gracias por ser  magia, esa con la que has curado tanto, desde que convertiste a tu Dolores en madre, hasta hoy más de 104 años después.



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Adriana Somófora

Nieta y la “mi chaparrita” de tu hermana Lola


 
 
 
  • Foto del escritor: Adriana Somófora
    Adriana Somófora
  • 22 feb
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 2 mar

He escrito de casi todos los sentimientos que he sentido.


He escrito de amor, dolor, duelos, muerte, traición, tristeza, felicidad, magia, he escrito de todo y de todos, menos de mi padre, he escrito todo menos del terror.


Y seguiré sin atreverme a escribir del terror, porque ese que me hizo sentirlo, también fue el mismo que me llevó todos los días al colegio con la música que yo quería a todo volumen, fue el que me enseñó a ser aventurera y a trabajar con pasión. 


Fue el que me mostró que se puede ser artista y todo lo que quieras, él, el pianista de una sola mano que llenó con su música salas de concierto con las que conquistó a mi madre. 

Y con la que me hicieron hija de la música, pero de una que se abandonó y se ahogó en su mente padecida. 


Tal vez por eso yo no pude ser pianista y después me fui enamorando de músicos de los que no salían notas de amor.  Por esta pelea atorada que carga mi familia con la música.


Fue él el que me dijo que lo más bonito que podía tener el ser humano es la libertad, aunque después me la quitó. 


Y fue ahí donde sentí terror, atada de manos, con baldes de agua fría que me golpeaban tan duro como sus palabras, con el calor de su coraje y de la lámpara que me apuntaba como en interrogatorio de algún crimen. Mi crimen, ser libre como él me lo enseñó. 


Con más piel morada que natural en el cuerpo lo único que se me rompió fue una parte de mi cerebro y no por las decenas de golpes que me dio en la cabeza. 


Se rompió porque la misma persona que un día me despertó en la madrugada para llevarme a pasear por la ciudad toda la noche para conocer la nieve que caía, y la que me bajó las estrellas pegándolas en el techo de mi cuarto, fue la que me llevó a una casa que no era la mía y no me dejó salir de ahí completa. 


Me quitó mi libertad, y me quitó al hombre que llegó un día con la cajuela llena de latas y refrescos y nos llevó a vivir en el campo de la huasteca por dos semanas, escalando montañas y bañándonos en ríos turquesa. Cerrando todos los días con una fogata. 


Él me enseñó a conectar con las personas y a tomar mi primer café y el más rico que he probado en mi vida, en una lancha al amanecer de unas cascadas. 


Crecí con una violencia no diagnosticada de mi padre, recibiendo golpes de quien me debía cuidar del dolor, al mismo tiempo que me convertía en una mujer poderosa, dándome permiso para andar en cuatrimoto por el rancho a los seis años, y diciéndome que a veces era más importante jugar que hacer la tarea, creando en mí esa irreverencia que me hacer la Somófora que soy. 


Tenía la duda si había intentado amarme, intentado amarnos. 

Confirme que sí, cuando entendí porque hace unos años se alejó. 


Si algún día se acercara, sólo le diría una cosa:


Vive como esa canción que tocabas, a tu manera, y con lo más bonito que puedes llegar a tener, tu libertad. 


Intenta curarte con el arte, cúrate con la música, que yo lo seguiré haciendo con mi pluma y con la cámara que tú me enseñaste a usar. 

Haz sonar el piano con “ojos españoles” yo te escucharé de lejos, siempre de lejos.



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