Las flores huelen a muerte
- Adriana Somófora
- 14 oct
- 3 Min. de lectura
Fuimos a comprar flores para celebrar el día que nací hace 35 años, mi amiga Pauline escogió unas que me regaló porque en sus palabras: “estas huelen bonito”.
Pero yo no puedo evitar pensar que las flores huelen a muerte.
Yo elegí otros tres ramitos, también blancas pero con el único aroma que no me trae a la huesuda a la mente, el de las gardenias, las favoritas de mi abuela.
Cuando era niña y hasta que la fuerza que no sé de dónde me sale me sacó de ahí, viví con la muerte cerca, la casa que construyó mi abuelo paterno estaba a unos pasos de una funeraria, sobre una calle que llevaba el mismo nombre del panteón que estaba al final de la calle.
Por eso la muerte siempre estuvo cerca, se sentía en los espíritus que veía mi hermana saliendo de la cocina de la casa, se sentía en el olor de las flores que compraban para los muertos en las florerías que ocupaban los locales de al lado de la casa y de las cuadras siguientes, y también se sentía en la idea constante de que Marco podría matar a mi madre en cualquier momento.
La segunda vez que descubrí (porque la primera lo olvidé porque a esa edad uno no tiene cabeza para sufrir) tenía diez años, después de ver como mi padre era capaz de lastimar la piel de mi mamá, me quedé durante noches en su cama, en medio de los dos, por miedo a que llegara la muerte en uno de sus golpes.
Pasaba la noche en vela cuidando a mi madre, mucho tiempo después entendí que debió de ser al revés.
A los 19 corrí de esa casa, me mudé al centro, en una calle sin nombre de panteón: Madero, conocida por maderear (dar la vuelta de paseo) y por sus bares y restaurantes, donde la gente la está muy viva como la música que sale en sus noches.
Noventa noches me duró esa vida.
Mi papá me llevó a la casa que llevaba nombre de panteón, y aunque sigo aquí, ese día me quitó la vida. Me amarró las manos con cables, me puso una luz caliente sobre la cara, me ofreció agua y me la aventó en la cara, me dejó la espalda de color violeta, y la cabeza llena de montes por los azotes sobre la mesa del comedor antiguo donde tantas veces lo había visto lanzar el plato de comida a la pared o al cuerpo de mi madre.
Doce horas duró la tortura, pero la tristeza que me dejó, duro años.
Lo aguanté todo, sin llorar y sin dejar de ser yo.
Hasta que me vendó la mirada.
Esa que me da la vida con lo que atrapo en mi cámara.
Sin ver, sentí el pánico de dejar de ser yo y acepté que se quedara con lo que quería, mi vida, que sin dejar de latir se perdió en un limbo, todo porque no le gustó eso que tanto me presumió en su palabras de semanas antes: “La libertad es lo más bonito que puede tener el ser humano”. Esa libertad que me quitó en el abrir y cerrar de ojos más doloroso que he vivido. Cuando sentí la oscuridad me rendí, lloré para limpiar mis ojos de lo que había sentido y obedecí a lo que me decía con tal de ver el camino, aunque no fuera el mío.
Aunque ya podía ver, la mirada se me vació, no salía nada de mi porque me habían matado todo lo que era.
Y así, con la mirada vacía, como los espíritus que veía mi hermana en la cocina, me fui a la casa de Dolores, donde la mesa tenía gardenias, las únicas flores que me huelen a vida, por la vida que me regresó mi abuela.




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