Otra vez deje pasar mucho tiempo sin escribirte, pero sabes que hablamos casi a diario en los pensamientos y en la piel.
No te había escrito porque estuve llorando y esta vez no era de nostalgia, era un llanto feo, de esos que me llegan cuando el alma se me desubica, y no te quería preocupar.
Ahora más tranquila te explico las razones de mi llanto, porque seguro el azul de tus ojos lo vieron aunque no se los conté.
El ojos de Laguna se fue, y al sentir el lado de su cama vacío recordé el día en el que te fuiste. Cuando la casona se quedó vacía y más grade que nunca. Cuando el miedo a los espíritus del segundo patio se convirtió en deseo de que llegara el tuyo.
Los sonidos de ese día están envueltos en mi como si mi cabeza fuera un campana que hace que retumben dentro cuando los recuerdo.
El primero que resuena, es el sonido de los delfines que te puse en mi computadora, justo cuando los estaba buscando desde la cama que queda más lejos a la tuya, tú me estabas mirando, tranquila, fijamente, creo que querías que me acercara a la cama, se acercó mi tía a darte la medicina y ahí llegó el segundo sonido que recuerdo, tu último suspiro, el que el alma canta al salir del cuerpo, ese que llaman el escorbuto de la muerte. Y vi como ese cuerpo que nos abrazo con tanto amor se convirtió en menos de un segundo en un cascarón.
Corrí a la cocina y el tercer sonido que recuerdo estaba en el calor de la estufa, los chilaquiles rojos, como los que me preparabas los domingos estaban siendo freidos por mi tía Angélica, le dije que viniera a la recámara, no se que vio en mis ojos pero se apresuró tanto que dejó la llama encendida.
Llegamos a tu cama y el cuarto mágico sonido llegó con el viento que corría desde la iglesia de la merced, a la que íbamos los domingos y en la que ahora está el recuerdo de tu cuerpo. Eran las campanas del ángelus, pero esta vez sonaron con una melodia que te recibía en el cielo, creía que mi imaginación había compuesto esa tonada , pero después mis tías me contaron que ellas también lo habían escuchado.
Me quedé poco tiempo a tu lado, tenía que salír a enterar a tus otros hijos. Tomé el teléfono que tantas veces usaste para repartir tu cariño con todos los que tenías en la agenda del cajón y llamé a mi mamá y a mi tío Chuy para darles la noticia.
Volví al cuarto, acaricié tu mano esperando que se me pegaran las pecas o un poco de tu humor para sentirte cerca el resto de mi vida.
Volví a salir, caminé a la cocina y meneé los chilaquiles que ya estaban un poco quemados, seguramente nadie tendría apetito para almorzar, pero estaba muy nerviosa y ocupé mis manos ahí en el sartén para tranquilizar mi mente.
En la mesa estaba mi abuelo, no quise decirle de inmediato.
Regresé una vez más al cuarto, a escuchar el quinto sonido: las platicas de mis tías, el amor hecho voz diciéndote que te fueras tranquila.
Otra vez fui a la cocina, volví a menear los tostados chilaquiles y a decirle al abuelo que habías fallecido, se alteró, se puso de pie y fue a la habitación, donde se contagio de la paz que se sentía en el ambiente, la misma que sintió cuando te llevó el último perdón en la serenata de tu último cumpleaños.
Llegó mi mamá y se unió a la guardia que hacíamos alrededor de tu cama, también traía todo el amor en su voz, todas te repetíamos las gracias que también te dimos en vida, pero sobre todo te guiábamos como pudimos al cielo, en el que seguramente estás, yo te dije que estarías cerca de mí tía Chuya y mi tía te recordó que volverías a ver a tu amado papá.
Tu piel se ponía cada vez más suave y fría, tomé mi rebozo verde porque era tu color favorito y ahora el mío y lo coloqué en tu cara soteniendo la mandíbula, para que no se quedara tu boca abierta y te lastimaran en los servicios funerarios al cerrarla.
Crucé al portón negro de enfrente donde vivía el doctor de la cuadra, vino conmigo y en el mueble de madera del patio firmó el certificado de defunción, no quiso cobrar nada.
Pedimos a la funeraria que regresaran en cuatro horas, porque la tanatóloga nos había dicho que podías escuchar todo ese tiempo después de morir, por eso seguimos contándote cosas bonitas.
Pasaron las cuatro horas y llegaron, era la primera vez que nos separabámos, y creí que era para siempre, aún no descubría que seguiríamos hablando en estas cartas.
Mi tía Lucrecia preparaba tu ropa cuando entraron con la camilla, no soportó ver la escena y se ocultó en las puertas del ropero.
Yo estaba sentada a tu lado, con tu mano entre las mías, tuve que soltarla y sentí que se me iba el alma con la tuya.
Tampoco soporté la escena y agaché la cabeza recargándola en la cama, escuché como abrían las puertas de doble hoja de madera y el recorrido de la camilla por el zaguán, ese pasillo que recorrías a paso lento para abrirme porque siempre olvidaba las llaves a propósito para verte más tiempo, para verte desde que llegaba a la casa.
Creo que nadie los acompañó, nadie podía soportar verte parir de la casa de Allende. Cuando cerraron la puerta y estuve segura de que ya no me escucharas sufrir, ahí vino el último sonido que retumba aún en las paredes de tu cuarto, mi grito de dolor, mi propio escorbuto de la muerte, de la parte de mi alma que se murió ese día.
Con la mirada todavía hacia abajo, incapaz de ver esa casa sin ti, cayeron las lágrimas que en segundos hicieron un charco de agua salada debajo de la cama.
Quizá quisiera olvidar esta colección de sonidos, pero hay uno que no quiero olvidar: tu voz. Por favor en el próximo sueño que me visites, cuéntame algo.
Este año te puse tu mecedora junto al altar, por si te quieres sentar ahí a contarme el cuento de Almendrita o las historias de Calvillo.
Yo te prometo que te mandare sonidos bonitos, como las historias del mundo que estoy recorriendo con mis fotografías y que me escucharás menos de esos llantos feos y más de la felicidad que tu recuerdo me provoca.
Te quiere, tu chaparrita.
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